miércoles, 13 de octubre de 2010

Xavier Rodríguez Ledesma

Presentación del libro:
Filosofía de la memoria y el olvido,
de Samuel Arriarán.
(en la UPN-Ajusco )
Agosto, 2010.


Dice Milan Kundera, junto con varios más, que la vida no es más que un cúmulo de casualidades que engarzadas paulatinamente constituyen el devenir. El caso de mi lectura del libro de Samuel Arriarán cae perfectamente dentro de esa idea pues su amable invitación para estar hoy en día con ustedes a fin de platicar sobre su más reciente trabajo, me llegó justo cuando me encuentro viviendo dos situaciones que directamente tienen que ver con los asuntos que él ahí aborda. Una de carácter eminentemente familiar, la otra referida a mi trabajo académico y profesional en esta universidad.
La primera es el hecho de estar atestiguando los últimos años de mi madre, una anciana de 88 años que presenta gravísimos problemas de memoria. La pregunta acerca de cuándo empezó su sintomatología es imposible de responder de manera exacta, no lo sabemos, quizá hace ya décadas si es que uno hace caso a su propia memoria que registra situaciones que en su momento no pasaban de ser anecdóticas, pero que vistas a la distancia parecen sugerir la presencia de actitudes y situaciones posiblemente conformadoras de los primeros síntomas de un comportamiento patológico. El punto es que en los últimos seis o siete años la enfermedad se aceleró y profundizó hasta alcanzar la actual situación: nula memoria inmediata, y pérdida paulatina (aunque cada vez más acelerada) de la memoria más lejana, en la cual los recuerdos se combinan con invenciones inverosímiles y repetitivas o, de plano, son completamente sustituidos por estas. Segura y lamentablemente muchos de ustedes saben de lo que les estoy hablando pues habrán tenido o están teniendo sus propias experiencias similares a la que les narro. Si el asunto de por sí es feo, deviene aterrador cuando uno se piensa a sí mismo en un futuro pudiendo estar viviendo una situación como esa. De hecho, si somos consecuentes con alguna de las ideas expresadas en el libro de Samuel, esa vida sin memoria constituye una no vida.
La segunda es la referida a la manera en que la historia puede verse como la memoria de la sociedad con toda la complejidad que el asunto reviste respecto a la manera en que ella debe pensarse, asumirse, construirse en aras de tratar de comprender su función social y sobre todo, su propia historicidad. Si el asunto constituye un tema fundamental dentro del pensamiento crítico acerca de la historia y lo que ella es, hoy en día adquiere un matiz que evidencia su total vigencia.
Además por otra curiosa y positiva casualidad el texto ve la luz justo cuando estamos inmersos en un bombardeo inmisericorde de mensajes a cual más frívolo acerca de nuestra obligación de sentirnos conmovidos por la necesidad de conmemorar el bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución mexicana. Tan es así que apenas hace algunas semanas el Secretario de Educación afirmó que era una mezquindad que no nos entusiasmáramos por festejar de la manera en que el gobierno está preparando la conmemoración. Y aun fue más lejos el funcionario pues, haciéndole al profeta, nos advirtió que nuestros hijos y/o nietos en su momento nos reclamarían por haber dejado pasar la oportunidad de echar la casa por la ventana para conmemorar el nacimiento de nuestra identidad nacional. Curiosa maldición la lanzada por el máximo responsable de la educación en nuestro país: el futuro nos reprochará que en el presente no conmemoremos el pasado. ¿Ustedes realmente pueden imaginarse a sus futuros nietos diciéndoles dentro de algunos lustros: “Abuelito/a, de veras que qué mala onda que no sentiste chido en el 2010”? En ese tenor poco falta para que por no envolvernos en la bandera tricolor y llorar de emoción al escuchar a Aleks Syntek cantar “El futuro es milenario” alguien afirme que ya nos maicearon o que, de plano, somos más peligrosos que los narcos. En fin, o como se debe decir de acuerdo al “Tema Oficial del Bicentenario” que devino humildemente en “canción motivacional”: shalalalá.
Al constatar el carácter fatuo, dirigido, falaz, frívolo y eminentemente ideológico de los festejos, los asuntos de la historia y la memoria histórica se hacen presentes para urgirnos a profundizar en el debate acerca de diversas y apasionantes temáticas, de entre los cuales rescato una que por sí misma convoca a las más rudas polémicas y feroces descalificaciones. Me refiero al asunto de la necesaria y natural (históricamente hablando) superación del concepto de nación, con todo lo que ello significa en términos no solamente históricos, sino políticos y culturales. Este tema, junto a otros, aparece lúcidamente tratado y argumentado en el libro, y en él me detendré un poco.
No deja de llamar la atención que Samuel Arriarán a través de su acercamiento filosófico al tema de la memoria y el olvido -por ende como una de tantas vinculaciones analíticas de la historia- arribe de manera natural y sin mayores sobresaltos a dos ideas cruciales:
1.- la historia no es más que una construcción, esto es, una escritura del pasado que como toda escritura debe y puede ser explicada en términos históricos, esto es, como una elaboración basada en soportes de índole netamente políticos (de poder) que en estricto sentido se explica más por lo no dicho, por lo olvidado, que por lo recordado, y
2.- lo nacional, elemento básico y axial en la construcción de nuestra noción histórica moderna, también es un elemento cuya explicación histórica de su surgimiento y consolidación nos arroja también al devenir político, a los asuntos del poder en las sociedades modernas.
Ambos son ejes cruciales en las discusiones contemporáneas sobre la historia. En efecto, la historia requiere ser historizada. Una educación para la diversidad o para el multiculturalismo, usando el concepto al cual se adscribe el autor del libro, no será tal mientras la historia se siga concibiendo sólo bajo una forma epistemológica y discursiva, como la hija entenada de la racionalidad que garantiza la única manera de lograr el conocimiento real, objetivo, verdadero, etc. del pasado. La manera en que estos discursos devinieron hegemónicos, puede y debe ser explicada históricamente.
La historia de la historia y su enseñanza nos muestra fehacientemente la constitución de esa única voz, de una exclusiva manera de concebir al mundo, su constitución y su devenir. En ella y sólo en ella se han debatido los especialistas para imaginar la mejor forma de enseñarla.
Los conceptos nodales dentro de la manera tradicional y vigente de entender a la historia y la manera de abordarla metodológicamente son expresiones claras de la universalización de lo particular, de las deshistorización de la historia, de ese olvido intencional de la manera en que surgieron y se consolidaron nociones como universal, occidental, moderno, nación, patria, tiempo, ley, causalidad, verdad, orden y, por supuesto, historia, amén de muchísimos más, que son propuestos para leerse de manera unilineal.
El proceso de concepción de una historia para la diversidad o el multiculturalismo, pasa necesariamente por hacer la historización de la propia historia (y junto con ella sus nociones fundacionales), es decir, ubicar en términos culturales, sociales, políticos, filosóficos, económicos, etc., el surgimiento, consolidación y reproducción de una forma de concebir lo que es el mundo, la sociedad y, por tanto, su estudio tanto en su presente, más cuanto de su pasado. Sólo así podremos concebirla desde una perspectiva que recupere la noción de multiculturalidad. Se trata simplemente de que la historia se aplique a sí misma las herramientas básicas que postula para la relación de cualquier análisis de índole histórica.
La historia bajo estos nuevos y amplios ejes habrá de cuestionar y desechar cualquier pretensión de universalidad de una sola de las historias. Lo “nacional”, con toda la erisipela política y cultural que provoca, no puede escapar al mismo ejercicio intelectual. El abordaje crítico de lo “nacional” es uno de los que mayormente ocasiona resquemor y rasgaduras de vestiduras por parte de quienes consideran a la “nación”, a la “patria”, como la identidad que debiera definir a todos los integrantes de una sociedad contemporánea por el sólo hecho de compartir ciertos rasgos históricamente definidos (territorio, bandera, lengua, himno, leyes, etc.). Recordemos que ya se descalificó categóricamente a aquellos que no se emocionen por los festejos del Bicentenario, mientras que no existe crítica alguna al uso oportunista de índole vilmente publicitario y mercantilista de la conmemoración, por lo cual hemos atestiguado –entre lo que hoy recuerdo- una edición especial de un automóvil en honor a las fiestas, la propuesta de que una bebida alcohólica ha acompañado la historia nacional junto al caminar de los héroes nacionales, una edición de diversos productos de papelería con la imagen en caricatura de los principales héroes de la independencia quienes a su vez protagonizarán una película de dibujos animados de próximo estreno, o, la campaña cibernética de una pizzería invitándonos a festejar el Bicentenario comprando dos, sí, dos pizzas al precio de una.
Ahora bien, la respuesta inmediata a la pregunta sobre para qué enseñar la historia se refiere por lo general a la necesidad fundamental de consolidar y fortalecer la identidad nacional. Pero... ¿y qué con eso? ¿por qué renunciar al ejercicio básico de todo trabajo intelectual (la crítica) y en particular de la historia (la historización) frente a un con concepto (lo “nacional”) eminentemente histórico, esto es construido en un momento determinado por razones políticas, económicas, culturales y sociales? El libro de Samuel Arriarán que hoy presentamos es un ejemplo de la manera en que el buen ejercicio de la crítica necesariamente nos lleva a conclusiones de esta especie.
Si el anterior ámbito analítico es uno de los que más me convocaron en el texto hay por lo menos dos aspectos más que me interesa subrayar del texto.
Comparto plenamente la idea de que el pensamiento crítico necesariamente tiene que salirse de las limitadas fronteras que la división interdisciplinaria -simple argucia metodológica para acercarse a un objeto de estudio de por sí caótico- le ha impuesto. La posibilidad de acudir al arte, la literatura, el cine junto a la historia y la psicología para enriquecer la mirada crítica, para potencializar la reflexión analítica, es un elemento que cuestiona las bases epistemológicas desde las que usualmente se establece la necesidad de abordar el ejercicio de la reflexión intelectual. Asumir el reto de abandonar la reserva y avanzar hacia lo “interdisciplinario” en aras de una mejor comprensión (más rica y profunda) de los diversos fenómenos sociales no es una cuestión menor. Es recuperar aquella vieja y paradójicamente “olvidada” noción del Marx del 59 que con notoria claridad nos avisaba que la división del objeto de estudio en sus múltiples determinaciones (multiplicidad de posibles acercamientos disciplinarios) tan sólo constituía la primera parte del hecho investigativo y que, por tanto, era necesario realizar la segunda, quizá la más importante, consistente en la reconstrucción de ese objeto de estudio a fin de poder tener una visión más amplia y completa, pues entonces ya se estaría en la posibilidad de visualizar al nuevo fenómeno (ahora ya analizado) desde diversas facetas analíticas lo cual redundaría en la comprensión total (hoy diríamos “holística”) del mismo. Samuel Arriarán acude la literatura, al cine, al arte, a la historia, a la psicología, para preguntarse sobre la manera en que la humanidad ha comprendido el fenómeno de la memoria y el olvido, y él sale bien librado de la aventura. Tanto la filosofía como sus lectores habremos de estarle agradecidos.
Sin embargo, he de decir que al terminar la lectura del libro me sucedió algo similar a cuando uno acude a un concierto de un grupo que le gusta mucho y del cual conoce la mayoría de su producción: uno siempre echa de menos alguna canción que no se tocó, aunque el concierto haya durado una eternidad. Así, por ejemplo, no pude evitar desear saber la manera en que Samuel habría abordado por lo menos dos películas y una novela que él no contemplo en su libro en las que de inmediato pensé al estarlo leyendo pues, desde mi perspectiva, hubieran quedado como anillo al dedo a su reflexión filosófica. Me refiero a: Pedro Páramo(Juan Rulfo), Corazón Satánico (Angel Heart, de Alan Parker, 1987), y Memento (de Christopher Nolan, 2000). Sí, ya lo se, él hizo lo que hizo, pero yo como lector tengo el derecho a imaginarme que hubiera pasado si…
Otro aspecto que debe reconocerse es el que Samuel se atreva a plantear argumentos que hoy en día suenan terriblemente demodé. Su explicación sobre las causas que políticamente han definido que todo lo que suene a marxismo y socialismo debe ser olvidado y casi desaparecer incluso del panteón de la historia de la humanidad es digna de ser recuperada, máxime que lo lleva a concluir y estar de acuerdo con una de las tesis fundamentales de su maestro Adolfo Sánchez Vázquez: el ideal socialista de igualdad y democracia no puede ser identificado con la experiencia del socialismo realmente existente y, además, las condiciones económicas, sociales, culturales y políticas que dan soporte ha dicho ideal socialista siguen hoy tan vigentes, o incluso lo son más que nunca. Joan Manuel Serrat lo dijo de manera hermosa hacia principios de la década pasada, aun en medio de la polvareda levantada por la caída del muro de Berlín, esas hordas de desposeídos y miserables generadas por el triunfador capitalismo salvaje “no se han enterado que Carlos Marx está muerto y enterrado”.
Para terminar me refiero al tema con el que Samuel cierra su libro. El significado que la velocidad de los estímulos y la abundancia (exceso) de información que las nuevas tecnologías significan para la constitución de una memoria social. El tiempo raudo y la sobre exposición de imágenes. ¿No les cuesta trabajo a ustedes sentarse a leer un libro después de una sesión de horas frente al internet? A mi sí, y supongo que no soy un caso excepcional. Samuel nos recuerda que tenemos derecho al “silencio”, que debiéramos establecer la estrategia de que de entre la abrumadora y casi infinita cantidad de información a la que hoy en día estamos expuestos elijamos solamente aquella que nos pueda ser útil para construir una memoria histórica ad hoc a la construcción de valores ciudadanos positivos.
Estoy de acuerdo con él y el asunto, además no es nuevo. Me refiero al inteligente planteamiento sobre la necesidad de seleccionar lo que queremos memorizar. Un famosísimo autor de finales del siglo XIX ya nos lo advertía: lo importante no es la cantidad sino la calidad de lo aprendido. El Dr. Watson se admiraba de la profunda ignorancia que sobre cuestiones de sentido común e información generalizada podía llegar a tener Sherlock Holmes. La justificación de éste era significativamente contemporánea, ¿para que llenar mi cerebro –decía- con información que no necesito y que ocupa lugar y espacio a aquella que me es útil para lo que me gusta y se hacer? Por su parte son memorables las páginas que Octavio Paz ya en la segunda mitad del siglo XX dedicó a la importancia del silencio tanto para la poesía como para la vida misma.

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